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Rivalidad geopolítica entre las potencias marítimas de España y Gran Bretaña en la costa noroeste del Pacífico en el siglo XVIII
Geopolitical rivalry between maritime powers of Spain and Great Britian in the Pacific northcoast in the XVIII century
Revista de la Escuela Superior de Guerra Naval, vol.. 16, núm. 1, 2019
Escuela Superior De Guerra Naval

Revista de la Escuela Superior de Guerra Naval
Escuela Superior De Guerra Naval, Perú
ISSN: 2309-8937
ISSN-e: 2706-5928
Periodicidad: Semestral
vol. 16, núm. 1, 2019

Recepción: 18 Febrero 2019

Aprobación: 06 Marzo 2019

Resumen: Entre los siglos XVII y XVIII ocurrieron dos grandes procesos de la historia marítima. Primero, el incremento del comercio entre el Virreinato de Nueva España y el Virreinato del Perú por la Mar del Sur (como parte del triángulo marítimo entre Manila-Acapulco- El Callao) que floreció pese a las restricciones de la Corona española y que posteriormente sucumbió tras la promulgación del Reglamento del libre comercio en 1778 y el segundo que fue el declive paulatino en las esferas económicas y navales del dominio español sobre sus posesiones en Hispanoamérica, mientras se acentuaba la tendencia del ascenso del poder marítimo británico que se consolidó en el Atlántico, luego de la Guerra de los 7 años, que le permitió proyectarse en el Pacífico, tras la exitosa expedición marítima de James Cook a finales del siglo XVIII. En ese escenario, donde los intereses de empresas rusas y británicas se adentraban en la zona del Noroeste de las Costas Novohispanas, atraídos principalmente por el comercio de pieles de nutria, las fuerzas navales hispanas se reorganizaron desde los apostaderos del Callao y de San Blas de Nayarit para contener las incursiones de las potencias marítimas europeas que buscaban una presencia más permanente con fines de explotación comercial y científica.

Palabras clave: Pacífico hispanoamericano, poder marítimo, poder naval, geopolítica, metrópoli, virreinato, territorios de ultramar.

Abstract: Between XVII and XVII centuries two great process of maritime history happened: first the increases of the commerce between the Viceroyalty of the New Spain and the Peruvian Viceroyalty by the Sea of the South (as part of the maritime triangle between Manila – Acapulco – Callao) that bloomed in spite of the restrictions of the Spanish Crown and that later succumbed after the promulgation of the Free Trade Regulation in 1778; and the second, the Spanish gradual declivity in the Hispanic America economic and naval spheres possessions, while the tendency of the ascent of the British maritime power was accentuated and that was consolidated in the Atlantic, after of the 7 Years War, that allowed them to project in the Pacific, after the James Cook’s successful maritime expedition at the end of the XVIII century. In that scene, where the interest of Russian and British companies were entered in the Northwest zone of New Spain Coasts, attracted mainly by the commerce of otter skins, the Hispanic Naval Forces were reorganized from Callao and San Blas de Nayarit Naval Stations to contain the incursions of the European maritime powers that looked for a more permanent presence with aims of commercial and scientist exploitation.

Keywords: Hispano-American Pacific, maritime power, naval power, geopolitical, metropolis, viceroyalty, overseas territories.

1. INTRODUCCIÓN

El siglo XVIII fue un periodo de grandes transformaciones en los territorios hispanoamericanos debido a las reformas borbónicas que se emprendieron en los ámbitos político, administrativo y tributario, luego de la Guerra de Sucesión Española. En ese contexto, se reorganizaron las fuerzas navales españolas y se creó la Real Armada, entidad que sirvió como instrumento para asegurar no solamente la defensa del vital tráfico marítimo entre América y la metrópoli, sino también para llevar a cabo las expediciones científicas en la Costa del Noroeste Americano a fin de consolidar la presencia hispana en el hemisferio Norte por razones marítimas y geopolíticas.El presente artículo se plantea las siguientes preguntas: ¿Acaso el irremediable debilitamiento del poder marítimo de una potencia precede su ocaso o su pérdida de influencia? ¿El fortalecimiento del poder marítimo de una potencia anticipa su hegemonía o su mayor influencia? ¿Qué intereses buscó proteger la corona española con su política de seguridad y defensa en la Costa del Noroeste Americano en el siglo XVIII?

El presente documento desarrolla las siguientes partes: un resumen del intercambio comercial por la Mar del Sur entre los virreinatos del Perú y de Nueva España; una descripción de la reorganización de las fuerzas navales españolas; una revisión de las fuentes del poder marítimo británico en el Océano Atlántico y su creciente presencia en el Océano Pacífico; un análisis de la política de defensa y seguridad ejecutada por la corona española con apoyo de los virreinatos para fortalecer su proyección geopolítica en la Costa del Noroeste Americano; y, finalmente, un breve recuento de la trayectoria del marinero criollo limeño Juan Francisco de la Bodega y Quadra, quien sirvió con lealtad a la Real Armada en importantes expediciones marítimas y negociaciones diplomáticas.

2. COMERCIO RESTRINGIDO ENTRE LOS VIRREINATOS DEL PERÚ Y DE NUEVA ESPAÑA EN EL PACÍFICO HISPANOAMERICANO

A finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII, el comercio entre los virreinatos de Nueva España y del Perú por la Mar del Sur se intensificaba cada vez más, a pesar de las prohibiciones mercantiles por parte de la corona española. Los negociantes limeños (peruleros), superando las restricciones comerciales, exportaban cargamentos de plata de Cerro de Pasco y Potosí, mercurio de Huancavelica y el cacao de Guayaquil hacia el puerto de Acapulco, mientras que la élite novohispana hacía lo propio reexportando las prendas de vestir y las confecciones procedentes de China y de España hacia el Perú. Desde Asia llegaba a México, la porcelana y la seda china. Acorde con Guadalupe Pinzón Ríos (Machuca, 2013), “los puertos de la Mar del Sur gozaron de relativa bonanza a partir del siglo XVII, producto del comercio transpacífico y de la derrama económica generada por el Galeón de Manila o Nao de China” (p.128). Nombres con los que se conocían a las buques españolas que cruzaban el Océano Pacífico entre Asia y los puertos de la Nueva España. En la práctica, existía un redituable comercio triangular en el Pacífico hispanoamericano entre Manila, Acapulco y El Callao.

Los asentamientos portuarios del Pacífico novohispano como Acapulco, que tuvo el único puerto de altura en la Costa Oeste del Pacífico novohispano privilegio que dispuso hasta la segunda mitad del siglo XVIII, fueron testigos de las grandes riquezas que por aquellos puntos transitaban (Machuca, 2013). Asimismo, en ese contexto del comercio marítimo, se hizo presente una diversidad de actores sociales: “españoles, indios, las castas en general y filipinos” que participaron en diferentes trabajos relacionados con las actividades portuarias y marítimas, acorde con las necesidades de cada lugar. Si bien las rutas marítimas establecidas entre el Pacífico novohispano y Sudamérica funcionaron desde el siglo XVI con amplias restricciones, no fue sino hasta 1778 con el decreto de libre comercio promulgado por el rey de España, Carlos III, cuando recién se consagró la apertura comercial entre los puertos españoles y los americanos. Esta medida buscaba terminar con el “lastre del contrabando” o el “comercio secreto” que “perduró prácticamente todo el periodo virreinal, protagonizado por algunos productos como el cacao de Guayaquil y una gran cantidad de mercaderías de China” (Machuca, 2013).

Los asentamientos portuarios del Pacífico novohispano como Acapulco, que tuvo el único puerto de altura en la Costa Oeste del Pacífico novohispano privilegio que dispuso hasta la segunda mitad del siglo XVIII, fueron testigos de las grandes riquezas que por aquellos puntos transitaban (Machuca, 2013). Asimismo, en ese contexto del comercio marítimo, se hizo presente una diversidad de actores sociales: “españoles, indios, las castas en general y filipinos” que participaron en diferentes trabajos relacionados con las actividades portuarias y marítimas, acorde con las necesidades de cada lugar. Si bien las rutas marítimas establecidas entre el Pacífico novohispano y Sudamérica funcionaron desde el siglo XVI con amplias restricciones, no fue sino hasta 1778 con el decreto de libre comercio promulgado por el rey de España, Carlos III, cuando recién se consagró la apertura comercial entre los puertos españoles y los americanos. Esta medida buscaba terminar con el “lastre del contrabando” o el “comercio secreto” que “perduró prácticamente todo el periodo virreinal, protagonizado por algunos productos como el cacao de Guayaquil y una gran cantidad de mercaderías de China”. (Machuca, 2013)

Cabe resaltar que ya desde 1711, el virrey novohispano duque de Linares entre los años 1711-1716 propuso oficializar la apertura del comercio entre México y el Perú, así como liberalizar la circulación de bienes y metales por las vías transpacíficas de Asia a México, a través del Galeón de Manila, y de Europa a México, por medio de la flota española del Atlántico (Bonialian, 2011). Esta propuesta de vanguardia para la época; sin embargo, fue rechazada rotundamente por el Consejo de Indias, pues la formalización de una estructura semiinformal de comercio hubiera resquebrajado la relación de fuerzas comerciales entre la metrópoli y los virreinatos de Nueva España y de Perú, y con ello, quizás, haber adelantado el proceso de independencia y la autonomía económica del Nuevo Mundo (Bonialian, 2011).Solo después de la Guerra de Asiento entre España y Gran Bretaña entre los años 1739-1748 por el control del área del Caribe y la oficialización del navío con licencia en el transporte del comercio ultramarino español en el marco de las reformas borbónicas, es que se da un proceso paulatino de apertura de los puertos sudamericanos en el comercio directo con España. Dichos cambios, sin embargo, hicieron que el circuito mercantil por la Mar del Sur perdiera sus fuerzas al punto que la estructura semiinformal del comercio que había funcionado tan bien en décadas anteriores entre México y el Perú retrocediera hasta desaparecer (Bonialian, 2011).

3. LA REAL ARMADA EN EL PACÍFICO SUR

Entre los siglos XVI y XVII, la defensa marítima de las posesiones españolas estuvo a cargo de diversas organizaciones navales, cada una de las cuales fue creada para actuar en un ámbito específico. En ese sentido coexistieron las armadas de Flandes, del Mar Océano, de la Guarda de la Carrera de las Indias, del Estrecho, de Lisboa, de Vizcaya, del Mar del Sur, de Barlovento, de Tierra Firme, y las escuadras de España, Nápoles, Sicilia y Génova (Sotelo, 2015). Luego de la Guerra de Sucesión Española entre los años 1701-1713, la mayoría de dichas flotas desaparecieron, dando paso en 1714 a la creación de la Real Armada y a la “reconstrucción del poder naval español”. (Sotelo, 2015)

Al respecto, Valdez-Bubnov (2012) señala:

“Durante el primer cuarto del siglo XVIII, las fuerzas navales españolas sufrieron una transformación profunda. El antiguo sistema de los Habsburgo, descentralizado y compuesto por una multiplicidad de escuadras financiadas –en gran proporción– por iniciativa privada, fue reemplazado por una organización burocrática permanente, centralizada y enteramente dependiente de la Real Hacienda. El concepto tradicional del galeón de la Carrera de Indias fue desplazado por nuevos modelos concebidos específicamente como navíos de escolta, y la viaja estructura de comando naval –basada en la diferenciación entre soldados y marineros– fue sustituida por un cuerpo de oficiales profesionales –el Cuerpo General-. De manera paralela, tuvo lugar un decidido esfuerzo por desarrollar la construcción naval, tanto en la Península como en las Américas, siendo creada una nueva corporación para controlar los procesos de aprovisionamiento y administración –el Cuerpo de Ministerio-. Estos cambios vinieron aparejados de un incremento del control estatal sobre los empresarios dedicados a la construcción naval, así como a la progresiva creación de una infraestructura material permanente, tanto en la península Ibérica, como en la isla de Cuba y en el Caribe español” (p. 219).

En ese contexto, las fuerzas del Mar del Sur no se incorporaron inmediatamente bajo la égida de la Real Armada porque “diversos intereses locales impidieron que en la práctica dicha fusión se produjera y que la Real Armada asumiera el control pleno de las actividades en el Pacífico Sur” (Sotelo, 2015). Finalmente, no fue sino hasta los sucesos posteriores al terremoto y al maremoto, ocurridos el 28 de octubre de 1748, con la destrucción del puerto del Callao y la armada de la Mar del Sur, que se daría por término a esa fuerza específica.

En las siguientes cuatro décadas entre los años 1750-1790, el puerto del Callao se reorganizó, convirtiéndose en un apostadero naval, con funciones asignadas a la defensa de las posesiones españolas “en un amplio espacio marítimo que iba desde la longitud del cabo de Hornos hasta Panamá” (Sotelo, 2015). Asimismo, la comandancia de marina tuvo que cumplir crecientes funciones de control marítimo y de lucha contra el contrabando, así como de exploración y de apoyo a los apostaderos de Montevideo, San Blas y Manila (Sotelo, 2015). El Fuerte Real Felipe, ubicado en el Callao, se construyó entre los años 1747 y 1774.

Desde inicios del siglo XVIII, la ruta marítima por el Cabo de Hornos cobró mayor importancia que el Istmo de Panamá, pues era más segura y menos costosa para unir los océanos Pacífico y Atlántico. En 1740, la corona española decreta oficialmente la apertura del comercio por el Cabo de Hornos, en reemplazo del decaído puerto de Portobelo que dependió en alto grado del tráfico de la plata desde el Perú a la metrópoli en los siglos XVI y XVII, y cuya última feria se produjo en 1739, luego de la destrucción que sufriera la ciudad, producto del ataque de la flota británica ese mismo año. Entre las importantes misiones que se le asignaba a la Real Armada era, por una parte, asegurar las comunicaciones entre España y América y, por otra, reprimir el contrabando, que por cierto chocaba con los intereses de las autoridades y comerciantes locales. En repetidas oportunidades las unidades asignadas al apostadero del Callao entre 1746 y 1824 debieron recurrir al auxilio de flotas armadas en corso, y en no pocas veces tuvieron que enfrentarse con los poderosos navieros limeños que veían en las autoridades navales a un elemento de fiscalización no deseado (Sotelo, 2015).

A lo largo del siglo XVIII, los efectos de la reforma borbónica y la centralización de la administración española debilitaron los mecanismos de control de las colonias. A este hecho, debía sumarse lo costoso que implicaba mantener una fuerza naval mediana estacionada en el Pacífico que resultaba excesivo, y en ocasiones prohibitivos, para el virreinato peruano. No obstante, estas dificultades, la corona española asignó en ese periodo a la Real Armada y a los apostaderos del Callao (Pacífico Sur), La Habana (Caribe), Montevideo (Atlántico Sur), y San Blas de Nayarit (Costa del Noroeste Americano), las labores de seguridad y de defensa de las posesiones españolas en América, en un entorno de creciente amenaza por una mayor presencia de flotas británicas, francesas y norteamericanas en la zona, con el constante contrabando de bienes y de ideas liberales (Sotelo, 2015). Además, acorde con Sotelo (2015) entre 1740 y 1808, el virreinato del Perú debió resolver las secuelas locales de cuatro conflictos europeos: la Guerra de Sucesión Austriaca entre los años 1740-1748, la Guerra de los Siete Años entre los años 1756-1763, la guerra contra Gran Bretaña entre los años 1779-1783 y la guerra contra la Francia revolucionaria y napoleónica entre los años 1795-1808.

No fue sino hasta la batalla de Trafalgar en el año 1805, que se inicia el declive final de la Real Armada, donde España perdió el control de sus comunicaciones con América, impactando de manera sensible en las actividades económicas de las élites a ambos lados del Atlántico (Sotelo, 2015).

4. GRAN BRETAÑA Y LA MARINA REAL EN EL SIGLO XVIII: DOMINIO DEL ATLÁNTICO Y PRESENCIA EN EL PACÍFICO

La Expedición Acorde con Marshall (2004), durante el siglo XVIII Gran Bretaña alcanzó un lugar dominante entre las potencias europeas que competían entre sí en el Atlántico. Sin embargo, es preciso señalar que el dominio británico del Atlántico en esa época osciló entre la fragilidad y la vulnerabilidad y la fortaleza y la seguridad, alcanzando su plenitud en el siglo XIX. Según este autor, la dominación que Gran Bretaña trataba de conseguir sobre el Atlántico. En ese periodo dependía del despliegue de una fuerza naval y militar, del mantenimiento y la expansión de un régimen colonial, del dominio comercial y, finalmente, de la hegemonía de las ideas británicas sobre las personas de origen británico que vivían fuera de la metrópoli.

En el siglo XVIII, dado el aislamiento de Gran Bretaña del resto de Europa, los británicos usaron su poder naval para desplegar sus escuadras en aguas europeas a fin de evitar cualquier intento de invasión. Igualmente, con la ayuda de la Marina Real, no solamente protegió sus territorios, sino que buscaba desmembrar las colonias y las posesiones de ultramar de otras potencias europeas a fin de extender su propio dominio político y económico en toda la región atlántica (Marshall, 2004).

Inicialmente, con el tratado de Madrid de 1670, España reconoció las posesiones inglesas en el Caribe, poniendo en la práctica punto final al tratado de Tordesillas de 1494 que, con aval de la Santa Sede, había dividido el mundo en dos, estableciéndose derechos territoriales en ultramar para las coronas española y portuguesa, otrora las mayores potencias marítimas de Europa.

Tras la Guerra de Sucesión Española entre los años 1701-1713, que significó una pugna entre las casas reales de los Borbón y los Habsburgo, y que implicó un enfrentamiento por la hegemonía marítima y terrestre entre los reinos de Gran Bretaña, Francia y España, el tratado de Ultrech finalmente pactó un nuevo equilibrio europeo con una auspiciosa paz de comerciantes, siendo Londres el más beneficiado. La asunción de Felipe V al trono de España se hizo a un costo considerable para el Palacio de la Zarzuela: Gran Bretaña se posicionaría en Gibraltar, Menorca y la Isla de San Cristóbal en las Antillas; se inmiscuiría en la economía americana con los nuevos derechos comerciales adquiridos para intercambiar bienes en las indias españolas; controlaría el Mediterráneo; y se volcaría de lleno al Atlántico y al Mar del Caribe en búsqueda de fortunas, a través del contrabando y el asecho a nuevas posesiones y flotas rivales desde su base de operaciones en Jamaica, con apoyo de la patente de corso. Con el navío con licencia, España permitió a los británicos enviar un navío de 500 toneladas para que descargase exclusivamente en Portobelo, cada año; sin embargo, de noche, el comercio por contrabando hacía que se vendiera cien veces su cargamento. Estas nuevas condiciones y acuerdos favorables para Londres en el Atlántico y en el Caribe, permitieron que Gran Bretaña iniciase su incipiente proceso de industrialización (De Brossard & García, 1976).

Entre los años 1739 y 1748, se produce la Guerra del Asiento entre España y el Reino Unido por el control del Mar del Caribe, a raíz de un incidente ocasionado por la guardia costera de la Real Armada española, luego del decomiso de una mercadería de contrabando británico en aguas caribeñas, conocido como el caso de la Oreja de Jenkins. Dicho impasse provocó la ira de la Cámara del Parlamento londinense y la contundente respuesta de la Marina Real Británica al mando del comandante en jefe de las fuerzas navales en las Indias Occidentales, Edward Vernon, quién hizo una serie de incursiones hostiles hacia objetivos marítimos hispanoamericanos en los puertos de La Guaira, Portobelo, Chagres y Cartagena de Indias.

No fue sino hasta finales de la Guerra de los Siete Años en tre los años 1755-1763 que Gran Bretaña alcanzaría una gran victoria con la derrota de Francia en Norteamérica y las islas del Caribe y la captura provisional de la Habana hasta ese momento en poder de España (Marshall, 2004). Algunos historiadores consideran a dicha guerra como un conflicto internacional, donde las potencias marítimas (Gran Bretaña contra Francia y España) y las potencias terrestres (Rusia, Austria y Suecia contra Prusia) se enfrentaron en diversos teatros de operaciones, tanto en Europa como en América. (De Brossard & García, 1976). Además, con el tratado de París en 1763, se consolida la hegemonía marítima británica en el Atlántico. En América, Gran Bretaña toma posesiones en Canadá, La Florida, La Dominica, Granada, San Vicente y Tobago. Por otra parte, Francia es derrotada en Norteamérica y en el Caribe, mientras que España cede La Florida, pierde temporalmente La Habana a mano de los británicos y Manila es saqueada (De Brossard & García, 1976).

No obstante, quince años más tarde, Gran Bretaña debió enfrentar un serio revés al verse forzada de “defenderse de las flotas combinadas de Francia y España durante la mayor parte de la guerra de la independencia norteamericana” (Marshall, 2004). En 1781 en Yorktown, Gran Bretaña pierde el dominio naval en aguas norteamericanas y no recobraría la supremacía naval absoluta en el Atlántico sino hasta cuando destruiría las flotas de todas sus rivales potenciales en las grandes guerras contra la Francia revolucionaria y napoleónica (Marshall, 2004). Las batallas navales del Nilo (1798) y Trafalgar (1805), reivindicarían el dominio naval británico en aguas del Mediterráneo y del Atlántico, situación que se consolidaría luego de Congreso de Viena entre los años 1814-1815 y el fin de las guerras napoleónicas en el año 1815, dando paso al inicio de un nuevo periodo que duraría un siglo, conocido con el nombre de Pax Britannica.

Por otra parte, en el ámbito del Océano Pacífico a fines del siglo XVIII, la presencia británica se incrementaba con las expediciones del capitán James Cook (1768-1771; 1772-1775; 1776-1779), quien viajó al Atlántico Sur, el Pacifico Sur, a la Antártida, a las islas Sándwich, ahora conocido como Hawái, al Sureste Australiano, a la Costa Oeste de Norteamérica, llegando inclusive hasta el Sur de Alaska. Al extraordinario viaje de Cook, le siguieron la expedición francesa al Pacífico al mando de La Pérousse entre los años 1785-1788 y las expediciones españolas de Juan Francisco de la Bodega y Quadra entre los años 1775 y 1779 y de Alessandro Malaspina entre los años 1788-1794 (Laguerre, 2013).

Sin conocimiento de las expediciones británicas en el Pacífico por parte de la corona española y del virrey de Nueva España, Cook arribó “a la ensenada de Nutka” o “Nootka”, llamada San Lorenzo por los españoles, en la actual isla de Vancouver, donde además de reclamar esos territorios para la corona británica “entabló contacto con los nativos y algunos de sus tripulantes adquirieron pieles de nutria que vendieron luego en puertos asiáticos con considerable margen de ganancia”. Con la publicación del diario de viajes de Cook, en 1785, la ensenada de Nutka se interesó por el tráfico y comercio de dichas pieles, haciendo que algunas buques británicas y norteamericanas” se dirigieran al lugar, estableciendo un pequeño puesto en Nutka (Sotelo, 2015).

Entre 1786 y 1796, se evidencia una creciente presencia de buques británicas y norteamericanas en el Pacífico, “dedicadas esencialmente a la caza de ballenas y focas frente al virreinato peruano y al tráfico peletero” en la Costa del Noroeste Americano (Sotelo, 2015). No era cuestión de mucho tiempo para que se produjera un incidente en ese contexto por la soberanía de los litorales de la Costa Norte del Pacífico Americano entre los gobiernos de España y de Gran Bretaña.

5. LA POLÍTICA HISPANOAMERICANA DE DEFENSA Y SEGURIDAD DE LA COSTA DEL NOROESTE AMERICANO EN EL SIGLO XVIII

A finales del siglo XVIII, “el dominio colonial hispano había ingresado en su fase de declive económico y militar, y ello había ocasionado que “el monopolio comercial hispano” no pudiese sostenerse en sus colonias americanas. En esa situación, sus fronteras comenzaron “a ser objeto de asedio y penetración constante”, principalmente por Gran Bretaña y los colonos rusos (Bao, 2009). Para evitar que la presencia de avanzadas rusas (Ruiz, 2013) se instalasen definitivamente en la zona norte de las costas novohispanas y sus islas cercanas, atraídos principalmente por el comercio de pieles de nutria, la corona española adoptó una agenda defensiva en dicha área, la misma que “fue asumida por el virreinato de la Nueva España, así como por la novísima Comandancia de las Provincias Internas del Norte” (Bao, 2009). El desplazamiento y ocupación rusa en la “parte del litoral del actual estado norteamericano de Alaska (...) fueron conocidos por Madrid hacia 1770 (Sotelo, 2015).

En esas circunstancias, y ante la preocupación del rey Carlos III y del virrey novohispano Antonio María Bucareli, por la amenaza de los “planes expansionistas” de las potencias rivales en América septentrional, las autoridades españolas no tardaron en revitalizar la actividad del puerto de San Blas de Nayarit (México), “donde se localizaban los astilleros norteños más importantes, para desde allí promover nuevas y notables expediciones marítimas” (Bao, 2009).

Según Machuca (2013), el departamento marítimo de San Blas se fundó en 1768, a fin de contener las incursiones de otras potencias marítimas europeas que buscaban una presencia más permanente con fines de explotación comercial y científicas en zonas del Noroeste Americano, con posibilidad de una ocupación territorial. En ese sentido, la creación de dicho departamento respondió a una política de desarrollo portuario del Pacífico novohispano a partir de las políticas defensivas y de seguridad de la dinastía de los borbones.

En la década de 1770, España promovió la realización de expediciones en la actual Costa Oeste canadiense para detener el avance de los rusos, sin embargo, dichas empresas se suspendieron a raíz del conflicto con Gran Bretaña. Luego de la Paz de Versalles (1783) que puso fin a la guerra entre España y Gran Bretaña y reconoció la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, en 1788 el virreinato de Nueva España reanudaría las expediciones hacia la llamada “Costa del Noroeste” (Sotelo, 2015).

Al mando de dicha expedición se encontraba el alférez de fragata Esteban José Martínez, quien al entrar en contacto con los rusos en Kodiak y Unalaska, informó al virrey novohispano que posiblemente dichos pobladores se instalarían en la ensenada de Nutka, por lo que recomendó a la autoridad virreinal que ese territorio fuese ocupado previamente. En esas circunstancias, en 1789, Martínez “arribó a Nutka al frente de un pequeño contingente militar, deteniendo en los días siguiente a algunos buques británicos” (Sotelo, 2015).

El citado incidente en Nutka, ocasionó una enérgica protesta británica y pronto ambos gobiernos comenzaron a hacer preparativos militares. Recurriendo a una larga tradición de pacto de familias borbónicas en el siglo XVIII, Carlos III solicitó el apoyo de Luis XVI, pero si bien este se mostró favorable a otorgarle, la Asamblea Nacional francesa se negó a aprobarlo. Sin la alianza franco-española de por medio, la corona hispana se vio forzada a aceptar gran parte de las demandas británicas y el 28 de octubre de 1790 se suscribió el tratado de San Lorenzo de El Escorial (Sotelo, 2015), poniéndose fin a la hegemonía hispana en el “lago español”.

Según el historiador y estratega naval de la armada estadounidense, capitán (Alfred Mahan,1890), el imperio español que otrora gobernaba los mares, que tuviera puertos bien ubicados en el Nuevo Mundo y, que se situara en una posición ventajosa en el comercio transatlántico frente a otros Estados europeos, comenzó su declive de forma irreversible por las siguientes características que le jugaron en contra: Primero, la forma como el imperio español organizó su crecimiento comercial al obtener sus riquezas “ficticias” en América (México y Perú) a partir de la cuasi- exclusiva explotación de minerales preciosos (oro y plata); la segunda la prohibición, la falta de fomento y la no valoración del desarrollo de empresas privadas y/o manufactureras en los virreinatos; la tercera la quiebra de las pocas industrias (lana, frutas, hierro) en la metrópoli; la cuarta la dependencia del transporte marítimo holandés para surtirse de bienes de consumo cuyos altos costos relativos eran insuficientemente pagados con los ingresos generados de las actividades de sus escasas industrias (términos de intercambio desfavorable); la quinta, lo previsible y lo vulnerable que era el transporte marítimo hispano en el Atlántico, al surcar sus embarcaciones mercantes por pocas rutas regulares que podía ser blanco fácil de buques enemigas; y por último, el poco tiempo que las riquezas obtenidas del Nuevo Mundo se quedaban efectivamente en España y que pasaban rápidamente a otras manos en Europa (pérdida de divisas).

Todos estos aspectos condicionaron severamente la generación de riquezas “reales” (Mahan, 1890), lo cual afectó y limitó el financiamiento del desarrollo tecnológico, la construcción y la reorganización de un poder naval hispánico que protegiera adecuadamente los intereses marítimos españoles en vastos territorios, particularmente en condiciones de aguda competencia contra otras potencias marítimas en ascenso.

Con respecto a Gran Bretaña, (Mahan,1890) exaltó las características de los británicos, en lo referente a su interés por emprender negocios en las manufacturas, en la marina mercante, en los puertos y en el cultivo de los campos agrícolas de los nuevos asentamientos en ultramar. Esa fuerza privada asociada a las actividades marítimas, como fuente genuina de generación de riqueza y prosperidad para los colonos británicos, sería naturalmente apoyada por el interés permanente del gobierno de Gran Bretaña, cuyas acciones legales y las políticas públicas de consistente desarrollo del poder naval entre los siglos XVII y XVIII dieron el soporte necesario para proyectar adecuadamente los intereses marítimos de esa nación en el exterior.

Acorde con Marshall (2004), en un principio, el control político y el factor comercial de Gran Bretaña en el Atlántico “estuvieron estrechamente unidos”. En la década de 1650, Inglaterra impuso la “Ley de Navegación”, obligando a sus colonias a usar los barcos ingleses para “enviar sus productos más valiosos” a la metrópoli londinense y “a recibir los productos manufacturados a través de Inglaterra”.

Esta reglamentación comercial buscaba “romper la influencia que los holandeses tenía sobre el comercio inglés, al proporcionar créditos más baratos y mejores salidas para los productos comerciales”.

Para 1760, el desarrollo económico de Gran Bretaña, asociado a su capacidad industrial (textil-confecciones) y a la extensión de sus mercados (que incluían sus colonias y los territorios de ultramar de otras potencias), fue la base de su fortaleza comercial. Eran épocas en que “el potencial de concesión de créditos de los comerciantes británicos superaba con creces a los de otros países europeos”. Gran Bretaña y sus colonias formaban un bloque económico bien integrado, donde las últimas proveían a la metrópoli de madera, alimentos, café, tabaco, tintes naturales y azúcar, mientras que la isla británica les vendía productos manufacturados, al tiempo que el sistema financiero de Londres “mantenía todo el sistema mercantil”.

La fuerza comercial de Gran Bretaña fue tan grande que, inclusive después de la independencia de los Estados Unidos, los representantes de la Cámara de ese país sentían que, si bien se habían independizado en lo político, seguían siendo dependientes en lo comercial. A finales del siglo XVIII, Gran Bretaña buscaría otras salidas a sus exportaciones: a parte de sus colonias, obtendría mercados importantes en Portugal, Brasil y Estados Unidos.

6. LAS MISIONES DE JUAN FRANCISCO DE LA BODEGA Y QUADRA EN LA COSTA NORTE DEL PACÍFICO AMERICANO

Es en último cuarto del siglo XVIII que el navegante y explorador criollo-limeño al servicio de la corona española, Juan Francisco de la Bodega y Quadra (1744-1794), realizó trascendentales viajes de exploración para la Real Armada, en la costa del noroeste de América.

En esa época, se destacaría la figura del ilustre marinero limeño en el marco de las múltiples expediciones españolas, llevadas a cabo por varios navegantes y marinos hispanos en América, “que alcanzaron su pleno desarrollo” con el reinado de Carlos III, y que tuvieron como principal objetivo “utilizar la ciencia para los propósitos políticos y económicos de la corona” (Bernal, 2011).

En efecto, Bodega y Quadra, egresado de la entonces prestigiosa escuela de guardia marinas de Cádiz, fue elegido en 1773 como “uno de los oficiales destinados al departamento de San Blas” para posteriormente participar en dos expediciones marítimas que bordearían el Noroeste de las costas americanas, en 1775 y 1779, dejando escrito sus relatos de viajes, junto con “importantes mapas y tablas de navegación” que elaboró y/o rectificó.

Estos viajes exploratorios de gran significancia geopolítica para la metrópoli le valieron de reconocimientos y ascensos con los grados de teniente de navío (1775), capitán de fragata (1780) y comandante del departamento de San Blas (1789). En sus viajes alcanzaría los 61° Norte, adentrándose en las aguas de las costas de Alaska, distancia lejana si la comparásemos con la trayectoria de los galeones españoles de Manila que navegaban regularmente entre los 40° y 45° de latitud Norte (Bernal, 2011).

Luego del incidente de la ensenada de Nutka, suscitado entre los barcos españoles e ingleses, cuya crisis termina con el Convenio de El Escorial, firmado (1790), las potencias en conflicto organizaron en el año 1792 “una expedición conjunta encargada de fijar los límites de las respectivas posesiones”. Dicha misión que fue encargada a los marinos Bodega y Quadra por el lado español y George Vancouver quien fue un oficial naval de la marina británica, quien emprendió dos viajes junto al capitán James Cook (Cepeda, 2011).

El citado instrumento de 1790 “fue considerado en medios de la corona española como un agravio – temporal – en los derechos españoles en el Pacífico septentrional.” Es preciso señalar que “en ese instante frágil”, una guerra hubiera significado la ruina económica para España y un mayor costo “al no poder hacer efectivo el pacto de familia con Francia, por hallarse este último Estado en plena revolución” (Bernal, 2011; Layzequilla, 2013).

Según el artículo 5 del Convenio de El Escorial, las cortes de España y Gran Bretaña acordaron que sus barcos tendrían “libre entrada y derecho a comerciar en la costa del Noroeste e islas adyacentes situadas al Norte de dicha costa ya ocupada por España”. Tal lectura tenía dos interpretaciones posibles para alcanzar un punto o límite divisorio: la primera que se incluía a Nutka como zona costera ya ocupado por España, o la segunda cuya posición inglesa consideraba que el punto más alto de presencia española se encontraba más al Sur, en San Francisco (Bernabeu como se citó en Layzequilla, 2013; Fuster Ruiz, 1993).

Al respecto, Sotelo (2015) señala:

“Con el Tratado de San Lorenzo de El Escorial, España, renunciaba a sus reclamos por encima de los 42° Norte, quedando en libertad ambas naciones para ingresar y comerciar en la ensenada de Nutka. Asimismo, reconoció el derecho de los buques británicos a pescar y cazar en el Pacífico, hasta una distancia de cinco leguas de la costa de sus dominios, pudiendo sus dotaciones desembocar en territorios no ocupados y construir albergues temporales para llevar a cabo esas labores. Incluso se permitía su ingreso a puerto en caso de extrema necesidad”.

A pesar de las múltiples reuniones y conversaciones que Bodega y Quadra sostuvo con talento diplomático con Vancouver entre 1792 y 1793, al punto de cultivar una amistad, finalmente los delegados de ambas potencias no pudieron alcanzar un acuerdo que fijasen los límites de ambas naciones, “teniendo que dilatar la conclusión de su trabajo hasta que el tema fuese aclarado por ambas cortes” (Pelayo, 1997).

Momentáneamente, España “había ganado tiempo” al mantener una situación en statu quo que le permitiese retener a Nutka como posesión española en la espera de “encontrar una coyuntura más favorable”. Sin embargo, esta situación no duró mucho tiempo, pues dos años más tarde “hubo nuevas negociaciones con lo que el emplazamiento debió ser abandonado en 1795” y fue concedido Nutka a los británicos (Bernal, 2011; Layzequilla, 2013), poniendo fin a la hegemonía de España en el Pacífico. Con el tiempo, “el punto identificado y propuesto por Bodega y Quadra” sirvió con “algunas ligeras modificaciones” para trazar “la actual línea de frontera común entre Canadá y los Estados Unidos” (Layzequilla, 2013).

Al retorno de la última misión de Bodega y Quadra, la corona española le concede al navegante criollo la encomienda de la Orden de Santiago y un nuevo ascenso. De regreso a San Blas, Bodega y Quadra, “cansado y enfermo”, pide trasladarse a la comandancia naval del Callao y, luego de hacer su “testamento en Guadalajara en noviembre de 1793”, marcha a la Ciudad de México donde fallece el 27 de marzo de 1794. Los restos mortales de Bodega y Quadra habrían sido enterrados en el Convento de San Fernando (Bernal, 2011; Layzequilla, 2013).

Según Laguerre (2013), en el incidente de Nutka/Nootka, se confrontaron “diferentes doctrinas coloniales y comerciales”, en una época que tuvo como protagonistas, por un lado, a España, cuyo poder iniciaba su declive en sus dominios americanos; y, por otra parte, a Gran Bretaña que se consolidaba como una potencia marítima de primer orden, perfilándose “como la primera potencia mundial” al adentrarse en el siglo XIX.

Hoy la ciudad de Lima recuerda honorablemente al valiente explorador, marino y diplomático limeño. En el año 2012, se inauguró el “Museo Bodega y Quadra” al poner en valor una casona republicana cuyos yacimientos arqueológicos datan de los siglos XVI, XVII y XVIII. El nombre de dicho monumento histórico, convertido en museo de sitio, obedece a que uno de los dueños de la propiedad fue precisamente el navegante Bodega y Quadra, actor y testigo primordial de la política hispanoamericana de seguridad y defensa de la Costa del Noroeste en el siglo XVIII.

7. CONCLUSIONES

En el presente trabajo se sugiere, al menos a lo largo del siglo XVIII, que el declive paulatino del poder marítimo de España (tras la Guerra de Sucesión Española, las pérdidas económicas y territoriales sufridas luego de la Guerra de los Siete Años y la permanente falta de estímulo y serias restricciones al comercio de los mercaderes privados en sus posesiones hispanoamericanas), aunado a la férrea competencia del comercio británico en el Mar del Caribe (con el navío con licencia, el asiento de esclavos y el contrabando), precedió inevitablemente a la pérdida de influencia hispana en el Atlántico y luego en el Pacífico americano. Ello conllevó posteriormente a que la corona española se encontrara en serias desventajas estructurales de orden político, económico y militar, a la hora de resolver el incidente de Nukta con los británicos, en un territorio poco explorado y desatendido, teniendo que ceder derechos pesqueros y de navegación a Gran Bretaña, pese a haber confiado la negociación entre 1792 y 1793 a Juan Francisco de la Bodega y Quadra, un hábil diplomático y marino limeño con amplia experiencia.

Igualmente, luego de la revisión bibliográfica consultada, se observa que el fortalecimiento del poder marítimo británico durante el siglo XVIII anticipó su hegemonía en el Atlántico y su posterior proyección en el Pacífico tras la expedición científica de James Cook. El poder marítimo británico, que se traducía concretamente en la capacidad política, científica, comercial y diplomática para hacer un uso efectivo de espacios marítimos y áreas costeras exploradas, repercutió en un hecho notable con la firma del Convenio de El Escorial en 1790, cuando Gran Bretaña obtuvo los derechos de pesquerías y navegación en el Pacífico. También, se permitió a los británicos establecerse legalmente en los asentamientos del litoral del Noroeste Americano, renunciando España a sus posesiones por encima del paralelo 42° Norte. En 1795, España cede definitivamente Nutka a los británicos, consolidándose así el poder de Gran Bretaña en sus nuevos dominios americanos.

El presente trabajo plantea que, a fines del siglo XVIII, la corona española buscó proteger sus intereses geopolíticos, marítimos y comerciales en la Costa del Noroeste Americano, implementando una política de defensa y seguridad, con el apoyo de la Real Armada y de expediciones científicas en el Pacífico. Estos hechos se suscitaron en circunstancias donde los intereses de las empresas británicas y rusas se adentraban en la zona del Noroeste de las costas novohispanas, atraídos principalmente por el comercio de pieles de nutria, y donde las navieras británicas incursionaban en el Pacífico americano para cazar ballenas y focas. Frente a dichas amenazas, las fuerzas navales hispanas se reorganizaron desde los apostaderos del Callao y de San Blas de Nayarit para contener las proyecciones marítimas de las potencias europeas rivales que buscaban una presencia más permanente con fines de explotación comercial y científica en el Pacífico.

Rivalidad geopolítica entre las potencias marítimas de España y Gran Bretaña en la costa noroeste del Pacífico en el siglo XVIII

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